EL CRIADOR DE PERROS

El viento soplaba en las montañas, y después de una nevada así de intensa llenaba el aire de una niebla con cristales de hielo diminutos. Cuando el tiempo estaba así los habitantes del país de Tolkien temían a los lobos y otras criaturas que bajaban a los pueblos desde el corazón de los bosques, y los más sensatos permanecían en sus casas, frente al hogar, y contaban historias sobre héroes llegados del cielo en tiempos olvidados.

El Gran Señor subió los siete escalones que le separaban del púlpito y abrió un libro pesado, uno de los pocos objetos que quedaban de los primeros habitantes. Puso un dedo entre las hojas y de un golpe al azar eligió un pasaje. Con mucha solemnidad, el Gran Señor empezó a leer mientras que cortesanos, príncipes y otras gentes de todo tipo que estaban dentro de la iluminada sala ponían caras fingidas de atención.

Esta historia la habían escuchado ya decenas de veces, y a muchos les contrariaba el desenlace. Se trataba de una leyenda popular en la que una campesina muy pobre llegaba a ser del interés de uno de los príncipes del país, quien al poco tiempo la llevaba a palacio y le proponía matrimonio.

Algunos hablaban en voz baja cuando el Gran Señor hubo acabado, y uno de los príncipes, protegido por la penumbra de una columna de piedra, incluso se atrevía a dormitar. La sala estaba llena de un murmullo suave, imperceptible si no se acababa de entrar, pero suficiente para provocar la sensación al Gran Señor de que sus cortesanos no tenían el menor interés en escucharle.

-¿Quién es el último de los habitantes? -preguntó alzando a voz, a sus sobresaltados súbditos.

El Gran Señor pensó unos segundos en silencio, apretando los dientes.

-¿Acaso creéis imposible que en mi reino un pobre desgraciado llegue a ser uno de los primeros afortunados? ¡¿Quién es el último?! ¡Dadme una respuesta!

El príncipe Mitheithel, siempre leal, después de unos segundos de sorpresa, se levantó para hablar.

-Gran Señor, el príncipe Fanuidhol es de nosotros sin duda el que menos tierras tiene, quizás él pueda…

No llegó a acabar la frase. El Gran Señor, mientras le miraba, con un rápido y experto giro de hombro propinó una fuerte bofetada al que tenía más cerca.

-¡He dicho el último! ¡No el último de los príncipes, ni de los cortesanos, ni del ejército! ¡¡El último!!

El príncipe Marakzha, siempre imbatible en combate, se levantó ahora para hablar.

-Uno de los cocineros que trabajan en los fogones del ejército quizás, o mejor, uno de los huérfanos que trabajan con los pescadores en el río que atraviesa nuestra amada ciudad podría ser la persona que buscáis.

Enseguida otro príncipe también opinó, lo que enfureció enseguida a Marakzha e hizo levantar una ceja al Gran Señor.

-Yo pienso que el último debe estar fuera de palacio, lejos de estos muros; un campesino de los que viven lejos del valle y comercian con los enanos bajo las montañas en el final del mundo.

-Quizás entonces, el último debe ser el que hace la tarea más horrenda -dijo entonces uno de los astrólogos. Muchos murmuraban consternados, hasta que el mismo astrólogo volvió a hablar.

-Yo diría que el último debe ser el verdugo, porque, ¿quién se imagina un oficio en el que la dignidad propia se rebaje tanto?

Muchos parecían satisfechos con la propuesta del astrólogo, cuando un bufón vestido a la manera de un enano gordo, con una barba puntiaguda y una alta capucha desteñida, quiso intervenir.

-Todos los que habéis dicho viven y trabajan con personas, -y en ese momento imitó el gesto del verdugo cortando la cabeza de un condenado. -Pero ¿y los que trabajan con animales?

Después de unas risas de los presentes, continuó.

-Todos los que están en las cuadras y hablan con esas bestias despreciables, esos son los últimos.

-Un caballo es demasiado noble para llevar a un bufón encima, -comentó uno de los astrólogos despectivamente.

Parecía que una pelea iba a empezar, pero todo acabó con un golpe seco del bastón del Gran Señor. Quien osase continuar peleando moriría a la mañana siguiente.

Enseguida retornaron las discusiones en la sala iluminada, cuando un oficial del ejército recordó en voz alta las jaurías de perros que acompañan a las partidas que mantenían a ralla a trolls y orcos, y también últimamente a habitantes hambrientos en la estación de caza.

-Vi de cerca cómo viven los criadores de perros, abandonados de toda ley humana y ciertamente hay muchos que parecen más animales que personas. ¡Disputan la comida a sus propios canes!

El Gran Señor, muy aficionado a la caza mayor y contento de tener una solución, mandó que trajeran a uno de aquellos desdichados a su presencia.

Pronto, mientras esperaban, la duda y el rumor comenzó a anidar entre los príncipes y capitanes allí reunidos; algunos especulaban en voz baja que tal vez el Gran Señor pretendiese dar algún favor o gracia, acaso algún título o cargo, al desgraciado que alzase la mirada cuando los soldados llegasen a las jaulas de los perros.

Allí, acobardados por el mal olor asfixiante, los soldados se sorteaban quién habría de acercarse a la inmundicia. Una figura humana sepultada entre los perros adormilados asomaba un pie cubierto por barro seco por entre los barrotes, y un soldado se agachó, girando la cara y tanteando con una mano para estirar del pie; pero antes recibió un mordisco que le hizo saltar hacia atrás aullando de dolor, con los dedos destrozados. Había que tener cuidado con los perros.

Cuando consiguieron llevar a la maloliente criatura a la sala donde el Gran Señor y los demás esperaban, todos se apartaban con gestos de repugnancia. Finalmente estuvo frente al Gran Señor, mirando a través de los cabellos que le tapaban la cara, a la gente que se congregaba a su alrededor, lanzando algún gruñido amenazador a los bufones que se acercaban.

-¡Alejaos! ¡A vuestros sitios inmediatamente! -gritó el Gran Señor desde unos escalones tallados en la piedra.

Todos se retiraron a la parte baja de la sala, mientras el Gran Señor y el criador de perros quedaban uno frente a otro en un rellano alto.

-¿Cuál es tu nombre?, responde… ¿Me entiendes?

El criador de perros sólo llevaba unas pieles mal cosidas sobre su cuerpo, y el contraste entre ambos daba a la escena un aire de redención, como milagro que realizase el Gran Señor con su sola presencia, o así al menos se lo imaginaba éste. Y sus cortesanos, astrólogos y príncipes, así hacían que lo veían, y aparentaban estar maravillados.

El criador de perros enderezó la cabeza, buscando articular la respuesta desde antiguos recuerdos que invadían su mente, recuerdos de una campiña soleada y valles herbosos, y otros niños que jugaban junto a un río, y la voz de un androide que le instruía en los misterios del cielo estrellado, del que habían llegado sus antepasados cientos de años antes llevando muchas otras especies de animales y plantas, para algo que se había llamado planeta Tolkien, y recuerdos luego de explosiones, y gritos, caballos y acero ensangrentado, que traspasaba el cuerpo de su madre y su padre.

Sin darle tiempo a contestar, a los pocos segundos, el Gran Señor abrió sus brazos desplegando toda su túnica.

-No tengas recelo de nada. Sólo yo puedo protegerte de todo peligro y sólo a mí debes temerme, pues yo soy el Gran Señor, regente de la ciudad de Osgiliath, y protector de los silma…

El criador de perros enderezó la mirada y dio un respingo eléctrico, mientras que un agudo gruñido surgía de su garganta y tensaba su encorvada figura con los pelos visiblemente erizados. El Gran Señor buscaba, con los sentidos bloqueados por el espanto y la sorpresa, la empuñadura de su espada, pero a la vez que la guardia personal y los príncipes y todos saltaban de sus asientos, saltaba el criador de perros al cuello del Gran Señor, haciendo jirones la túnica y desgarrando salvajemente la garganta de un aterrador mordisco.

Antes de que nadie en la sala hubiese avanzado dos pasos para defender a su Gran Señor, yacía éste, con la vista nublada, escuchando sólo el sonido sordo de la sangre llenando sus pulmones. Un gran revuelo y griterío avanzaba en la sala, a la vez que algunos oficiales y soldados acuchillaban al criador de perros. Varios príncipes subían los escalones al rellano, desenvainando espadas, buscando a los responsables de la traición y proclamando lealtad al Gran Señor.

A los pocos días el príncipe Mitheithel se proclamó heredero, pero el rencor y las disputas estaban cerca de traer la guerra.

Al entierro del Gran Señor, que se celebró con rapidez unos días después, acudieron muchos de los príncipes y cortesanos, pero no todos, y muy pocos ciudadanos de la ciudad, y aún menos de las villas y granjas cercanas. Algunos de los que estaban, en las filas del final, hablaban solo del criador de perros.

-¡Y qué valor y furia mostró!

-¡Qué suerte si fuese así el nuevo Gran Señor!