LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES

-Los colores en esta miniatura son realmente impresionantes, muy bien conservados. Por desgracia el resto del libro está muy maltratado, David -dijo el hombre, sin apartar su ojo derecho de la lupa-. Te doy cincuenta libras.

-Eh, ¿tú qué quieres, fastidiarme el día? -dijo David-, el libro tiene un precio, no regateo por cada maldita cosa que vendo aquí.

Las campanillas de la puerta tintinearon y entró en la tienda un hombre calvo con un abrigo largo rojo brillante, mirando el alboroto con curiosidad. Continuó hacia dentro a través de un pasillo lleno de libros, cajas de cartón, y maletas viejas amontonadas que servían de paredes del pasillo. Cerca, dos mujeres jóvenes rebuscaban en una pila grande de cubertería y trastos de cocina.

-Seguid buscando, hay una campana muy bonita por ahí. ¡Os ayudo a encontrarla en un momento! -dijo David desde la entrada. El hombre con la lupa miraba despreocupado los dibujos del libro mientras David comía con una cuchara pequeña un trozo de pastel de manzana casero.

El hombre calvo siguió explorando aparentemente al azar en la laberíntica tienda. Su larga experiencia en bazares y mercadillos de antigüedades le aconsejaba esconder su interés, actuar como un visitante casual mientras fuera posible. Debajo de una mesa de madera maciza vio unas cajas de cartón bueno, con grapas de acero en las esquinas y cinta de embalar por todas partes. Una de ellas estaba medio abierta, y comprobó que la caja estaba llena de recipientes de laboratorio envueltos con periódicos viejos. Se arrodilló para echar una mirada a las otras cajas. Una de ellas tenía en el lateral un adhesivo amarillo brillante que decía “Atención: Abrir e instalar sólo por personal autorizado de la empresa.” El hombre se aseguró de que no había nadie cerca y movió la caja. Como esperaba, era pesada. Tiró de ella lo justo para abrir una esquina y mirar dentro.

-Esa es la campana a la que me refería, -dijo David sonriendo mientras sacudía las migas de su mesa de recepción. Las dos chicas se divertían haciendo sonar una campana de latón. Una de ellas dijo algo sobre su novio esperando en la tienda de comics del final de la calle y preguntó al dueño si aceptaría una American Express.

-Oh no, lo siento amor, sólo efectivo aquí. Pero esa preciosidad cuesta nada más setenta y cinco libras.

La mujer hizo un gesto de disgusto, pero al poco sacó un billete de su cartera. El hombre calvo miraba ocioso una vitrina con teléfonos móviles. Cuando las mujeres salieran de la tienda, él empezaría su escena principal.

-Hola… He visto unos vasos grandes de vidrio bastante bonitos ahí detrás que me podría llevar y me pregunto si sería seguro que mis chicos los usaran.

-¿Unos vasos? ¿Qué quieres decir con si sería seguro? -preguntó David. -Enséñamelos.

Cuando llegaron a las cajas el hombre calvo señaló el vidrio de laboratorio. También señaló la mesa robusta.

-Pues no creo que esto sea seguro para críos, -dijo David con voz grave. -Mira, es todo de vidrio.

-Sí claro, no me preocupa eso. Empiezan el instituto el mes que viene y son unos hombrecillos muy listos, -dijo el hombre calvo aflojándose su bufanda. -Estaba pensando quizás en productos químicos o reactivos peligrosos que todavía estuvieran por los tubos o el equipo. ¿Sabe para qué usaron todo esto?

La jugada estaba hecha. Como un maestro de ajedrez abriendo la partida contra un jugador desconocido, el hombre calvo movía sus piezas imaginarias con confianza y rapidez, usándolas para escudriñar a su oponente. El esperaba que su pregunta inocente funcionara como cebo para que el dueño de la tienda hablara sobre lo que había bajo la mesa.

-No tengo ni idea. Compré todo esto en una de esas subastas que hicieron. Me parece que fue como hace diez años. Vaciaron un edificio viejo por la universidad para una reforma completa.

-¿ A quien lo compró dice?

-Sí, a la universidad de aquí, en Glasgow. Solía comprarles muchos ordenadores de los antiguos. Ah, y los muebles, ya sabe pupitres y ese tipo de cosas. Se venden fácil. Escucha amigo, quizás te interesa, creo que hay una pizarra de tiza muy bonita apoyada en la pared detrás de esas bicicletas.

El hombre calvo dejaba al dueño de la tienda hablar, se encontraba cómodo así. Había decidido que el dueño no sabía nada sobre el equipo en la caja, y que no se haría una idea de cuánto valía ni siquiera con una búsqueda en Internet.

-Se me ha ocurrido una idea, para una sorpresa cuando vuelvan de su campamento de verano, -empezó el hombre calvo. -He pensado que podría hacer un pequeño laboratorio para mis chicos, algo con algunas decoraciones vintage, uno o dos equipos con buen aspecto, no importa lo que hagan o si no funcionan, -el hombre calvo dibujaba en el aire y hacía gestos en la dirección de las cajas cerradas.

-Mi padre era científico y mis hermanos y yo jugábamos en el laboratorio que construyó en nuestro sótano. Ya sabe, una de las pocas memorias agradables de la infancia.

Esta última parte era verdad, y así el hombre calvo pensaba que su pequeño truco emocional debería ser creíble para incluso el más precavido de los vendedores de antigüedades.

-¿Qué van al mismo curso tus chicos? ¿Qué son, gemelos?

-¿Eh? Ah, sí. ¡Como dos gotas de agua!

-Vamos a echar una mirada a las cajas, ¡y a lo mejor te encontramos lo que buscas! -dijo David, jovial.

Abrieron la primera caja. Botes de plástico con tapas negras y material de oficina. Entonces el dueño de la tienda agarró la caja grande con la pegatina brillante y la abrió. Dentro había un aparato envuelto con relleno de burbujas, que una vez expuesto parecía un viejo microscopio óptico, pero no del todo.

-Es majo, ¿no te parece? -dijo el hombre calvo. -Creo que me lo llevaría si hicieras una buena oferta.

-Umm, pues no creo que te sirva. Ahora que lo veo creo que recuerdo que esto es un microscopio confocal, es caro, -dijo David, apartando el relleno de burbujas.

Las cartas estaban sobre la mesa. Al hombre calvo le daba la impresión de que había cometido un error, pero no sabía cuál.

Se quedó en silencio unos segundos, incapaz de pensar claramente. Admitió su derrota.

-Pero, ¿cuanto pides por él?

-Oh, realmente está en la primera división de lo caro, eso te lo puedo decir, déjame ir a buscar mi libreta y nos podemos reír, -dijo David señalando un pequeño papel colgando del aparato con unos números escrito a mano. Era algún tipo de código. El muy astuto tenía todas sus propiedades inventariadas a mano en un grueso libro de notas. Todo lo que necesitaba para saber los precios.

-No estoy pensando pagar grandes cantidades de dinero, me tienes que hacer una buena propuesta, -desesperaba el hombre calvo.

-Bueno casi todo aquí tiene un precio, amigo, soy el dueño de tienda de antigüedades al que menos le gusta regatear.

-Aquí está. Valía algo más de dos cientas mil libras esterlinas cuando estaba nuevo, y eso era hace cincuenta años, -dijo David como preparando al hombre calvo para las malas noticias. Empezaba a preguntarse si iba a poder comprar el equipo, o si tendría que arrancar a David el microscopio de sus manos.

-Teniendo en cuanta su buen estado, y el tiempo que ha pasado… ahora vale doscientas setenta mil libras, -dijo David finalmente.

-¡Pero si no tengo tanto en efectivo! -dijo el hombre calvo, reconociendo que estaba dispuesto a pagar.

 El hombre calvo coleccionaba instrumentos científicos. Tenía cientos de todo tipo. Este microscopio, sin embargo, era un caso muy especial. Se puso de pie, tambaleándose, con aspecto mareado. La suya era una obsesión que le consumía, una pasión enferma por algo muy importante para él.

Los bancos estaban cerrados ya tan tarde. Su mujer estaba en una galería de arte justo enfrente, al otro lado del callejón, y ella probablemente tendría bastantes billetes. Estaban de vacaciones, huyendo del calor estival. En Escocia hacía más fresco que en su villa de Paris en verano. Al hombre calvo no le gustaba el calor.

Desde la mesa de recepción en la tienda de antigüedades la divisó a través de los ventanales de la galería, mirando paisajes bien iluminados de colores chillones.

Las campanillas de la puerta silbaron su sonido metálico mientras los dos hombres estaban aún ocupados con el microscopio descubierto. Alguien dio unos pasos dentro de la tienda y después de unos segundos de dudas siguió hacia dentro.

-Realmente me gusta este equipo, me lo voy a quedar. Iré a hablar con mi mujer y volveré con el dinero, -dijo el hombre calvo, con aspecto relajado ahora que se estaba haciendo a la idea de pagar.

-Eh hombre, ¡¿de verdad quieres comprarlo!? Eres una caja de sorpresas amigo. Trato hecho, pero necesitas animarte. ¿Te apetece un poco de pastel de manzana? Tengo un pastel casero delicioso, ven conmigo y sigamos hablando, -dijo David, pasando bajo un pequeño arco de sillas de madera colgantes que funcionaba como atajo a la mesa de recepción.

Su mujer no se enfadaría. Ella le quería con sus defectos, con su obsesión.

Cuando el hombre calvo abrió la puerta de la galería vio a su mujer hablando animadamente con otra mujer, alguien a quien él conocía. Cruzaron miradas. El hombre calvo corrió de vuelta a la tienda de antigüedades. 

Un hombre calvo con una bufanda rojo brillante estaba hablando con el dueño de la tienda.

-¡Tú! ¿Qué estás haciendo aquí? -dijo el hombre calvo con el abrigo rojo.

-¡Eh amigo, tienes un hermano gemelo! -dijo el dueño de la tienda.

-¡Es un ladrón antes que un hermano!

-No sabía que estabas aquí, no te pongas tan enfadado. Pensé en una escapada rápida al tiempo fresco, de todos modos, hace demasiado calor en Londres con Olivia estos días. ¿Que has seguido la misma pista desde la universidad hasta la tienda? Imaginaba que estarías bronceándote en los mercados callejeros de Paris. Iba a comprar una bonita baratija que he encontrado cuando interrumpiste.

-¡¿Qué?! ¡Ah no ni hablar! -chilló el hombre calvo con abrigo rojo.

-Estaba preguntando a este caballero si el cacharro curioso que está fuera de su caja en la parte de atrás de la tienda tiene un precio.

-Te refieres al microscopio confocal, -dijo David. -Vale dos cientas setenta mil libras, hermano.

Las expresiones de los tres hombres eran ahora muy diferentes. Uno se había llevado una mano a la cara, otro sonría como si estuviera en el pub disfrutando de una pinta de cerveza, el tercero parecía momentáneamente cegado por el sol.

-Así que lo has visto. Ya veo. ¿Para qué saliste de la tienda? ¿Para conseguir algo de efectivo? No coge tarjetas, ¿verdad? Pero yo estoy listo para pagarlo. ¡Es mío!

-¡Eh tranquilo hombre! Ya he cerrado el trato con tu hermano, -dijo David.

El hombre calvo con corbata granate arrugó su cara consternado. -Pero… -empezó. Entonces miró iracundo a su hermano y salió disparado de la tienda.

-¡Tienes un hermano encantador, colega! -dijo David. -Me quedé a cuadros cuando me di la vuelta y lo vi, después de que te fueras. Hasta que volviste lo pasé mal un rato intentando adivinar qué tipo de truco te llevabas entre manos para levantarme la mercancía.

-Es uno de mis hermanos, tengo muchos más, -dijo el hombre calvo. -Éste en particular y yo somos de los mayores, y compartimos esta maldita obsesión por reproducir el laboratorio de nuestro padre. Todos los muebles, las herramientas. Todos nos parecemos a él, ¿sabes?, a nuestro padre. ¿Has escuchado hablar del Dr. Robertson, el ginecólogo?

-En realidad, no. ¿Es famoso o algo?

-Sí fue famoso durante unos años aquí en Escocia, quizás tú eras aún muy joven. Los medios nos siguieron durante años. Él lo sentiría como una afrenta si supiera que no lo conoces. De todas maneras, murió en la cárcel hace unos años.

-¿En la cárcel? No es un sitio ideal para morir, ¿qué hizo?

-Traicionó la confianza de treinta y nueve mujeres que eran sus pacientes, y se clonó a sí mismo.